Columna originalmente escrita para el periódico Le Monde Diplomatique, 02/09/18
Apenas en 2014, Iberoamérica sobresalía en todo el mundo por el liderazgo simultáneo de cuatro presidentas. Los más entusiastas asumían que ese techo de cristal, una vez roto, se había roto para siempre. Hoy en cambio sorprende comprobar que, en los nueve países de la región que han celebrado o están por celebrar votaciones en el actual ciclo electoral, los principales candidatos han sido todos hombres. Es un baño de realidad que nos recuerda que no solo falta mucho camino por recorrer, sino que incluso el camino conquistado puede estar sujeto a retrocesos.
¿Es esto un paso atrás, justo cuando el mundo parece dar un paso al frente en el reclamo por la igualdad real entre hombres y mujeres? ¿O es solamente un traspié en una tendencia más compleja? Sabemos que el avance en los derechos humanos y en la construcción de sociedades más justas, democráticas y equitativas, no es un avance lineal. Es siempre el resultado de tensiones y fuerzas que tiran en direcciones opuestas. Fruto de una negociación entre el peso del pasado y la esperanza del futuro, entre aquello que hemos sido y lo que aspiramos a ser.
La apuesta de casi todos los países latinoamericanos por el sistema de cuotas explica, en gran parte, que hoy sea la segunda región con mayor presencia de mujeres en los parlamentos en el mundo (más del 29%).
Durante las últimas décadas, Iberoamérica ha impulsado la participación política de las mujeres desde el más alto nivel, en gobiernos de distinto signo político y a través de la adopción de medidas que promueven la igualdad. La apuesta de casi todos los países latinoamericanos por el sistema de cuotas explica, en gran parte, que hoy sea la segunda región con mayor presencia de mujeres en los parlamentos en el mundo (más del 29%).
Varios países, como México, Costa Rica y Colombia, están emprendiendo ya reformas de segunda generación, adoptando medidas para buscar la paridad en congresos y gabinetes. Ese empeño debe ser reconocido y emulado, al tiempo que se eliminan las barreras –explícitas o invisibles– que aún excluyen a las mujeres de las esferas del poder.
La igualdad de género es un objetivo político en el más amplio sentido de la expresión. Solo puede alcanzarse a través de la acción colectiva. Necesitamos una verdadera transformación social, cultural y económica que se traduzca en una mayor presencia de las mujeres en los puestos de mando. Y necesitamos, además, que esa presencia permita impulsar una agenda de igualdad como parte de la estrategia nacional de desarrollo. Porque la igualdad de género no es accesoria ni sectorial, sino que está en la base del desarrollo inclusivo y sostenible, como lo han establecido por unanimidad las Naciones Unidas al adoptar los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Logros que transformaron la política
Es justo reconocer los avances. Desde que la primera ciudadana iberoamericana emitiera el voto en Uruguay, hace casi un siglo, las mujeres han venido ganando terreno en la participación política. Este tiempo podría ser descrito como ‘el periodo de los hitos’: las primeras diputadas, las primeras ministras, las primeras alcaldesas, las primeras juezas. Fue hace menos de treinta años que Violeta Chamorro se convirtió en la primera mujer electa presidenta en Iberoamérica.
Desde entonces, la región ha triplicado la presencia femenina en los congresos. Más de la mitad de nuestros países tienen hoy una vicepresidenta y las mujeres ocupan casi un tercio de los puestos en los máximos tribunales de justicia. Recientemente, España nombró el gobierno con mayor representación de mujeres del mundo.
El progreso, sin embargo, no ha sido fácil ni automático. Ha requerido vencer y convencer, para darle un giro a la famosa expresión de Miguel de Unamuno. Si Iberoamérica es en la actualidad una de las regiones líderes en participación política de las mujeres, ello ha sido consecuencia de la voluntad expresa y la acción decidida de incontables personas, a lo largo de generaciones, incluyendo muchos hombres que han sido aliados extraordinarios.
Políticas como las cuotas han sido instrumentales para garantizar que los logros perduren y no se conviertan en eventos aislados. Para trascender el periodo de los hitos, para que la política no sea la prerrogativa de un puñado de mujeres, es necesario conformar masas críticas que permitan ampliar el acceso al poder y darle sostenibilidad en el tiempo. Las cuotas son esenciales en esa tarea, pues ayudan a conformar “pisos de concreto” a partir de los cuales es más difícil retroceder.
Está demostrado que las cuotas inciden también en el ámbito subjetivo, en la normalización de la presencia de mujeres en espacios donde antes eran extrañas. La premisa es sencilla: una niña, un niño, que crece viendo ministras, científicas, astronautas, tiene una percepción dramáticamente distinta de los caminos de vida que puede transitar cualquier persona. Y eso es el desarrollo: la expansión de las oportunidades para que cada quien pueda escoger en libertad un proyecto de vida que valore y quiera.
Si Iberoamérica es en la actualidad una de las regiones líderes en participación política de las mujeres, ello ha sido consecuencia de la voluntad expresa y la acción decidida de incontables personas, a lo largo de generaciones, incluyendo muchos hombres que han sido aliados extraordinarios.
Los detractores de estas políticas argumentan que las cuotas no son meritocráticas. ¡Es la sociedad la que no lo es! Si asumimos que los hombres y las mujeres están dotados de iguales capacidades, ¿cómo entonces se explica la inmensa desigualdad en la política o en la economía? Si fuera únicamente por las leyes de la probabilidad, veríamos resultados distintos.
Lo cierto es que las mujeres no solo deben demostrar méritos cuando llegan a puestos de poder, sino que deben demostrar sobre-méritos. Se les exigen estándares más altos a cambio de un menor reconocimiento. De manera implícita –y a veces abiertamente– se les pide que justifiquen su derecho a estar donde están.
Por eso no debería sorprender que la evidencia compruebe, como señalaba recientemente un artículo de The Economist (1), que las mujeres elegidas por el mecanismo de cuotas no están menos cualificadas, ni se desempeñan de peor manera que sus pares masculinos. ¿Por qué? Porque muchas mujeres preparadas estaban antes en la sombra y fue precisamente gracias a las cuotas que pudieron salir de ella. Es decir, que las cuotas cambian la tendencia a asumir, por defecto, que solo un hombre es capaz de liderar.
Tal es el caso de una mujer que conocí en la India durante mi mandato como Secretaria Adjunta de las Naciones Unidas. En su Estado se había aprobado una resolución a favor de un mínimo porcentaje de mujeres en los consejos locales, apenas unos meses antes de nuestro encuentro. Me contaba con sorpresa que fue entonces cuando se dio cuenta de que ella era una de las personas más educadas de toda la aldea. Por eso decidió cruzar el umbral de su casa, dar el paso a la vida pública y desarrollar su potencial no solo como mujer, sino también como representante política.
Un salto para la democracia
La principal beneficiada de esta progresiva incorporación de la mujer en el quehacer político iberoamericano ha sido la democracia. Nuestros sistemas políticos son hoy más legítimos, pues incluyen y representan mejor la diversidad de nuestras sociedades. No solo tenemos una ciudadanía que tiene más opciones entre las cuales elegir, sino también más actores con capacidad de incidir en la agenda pública.
La representatividad es la base de la democracia. La representatividad bien entendida, claro está. No la visión reduccionista conforme a la cual únicamente nos pueden representar aquellos que integran la misma identidad social que nosotros. Aquella que asume que solamente los que pertenecen al mismo grupo pueden entender y reivindicar sus luchas y sufrimientos. Esa visión falla al desconocer la posibilidad de la empatía y la solidaridad entre personas distintas. El fin lógico de esa premisa es un callejón sin salida, en donde cada grupo nada más se habla a sí mismo y la sociedad, como un todo, se polariza.
La representatividad es necesaria en la medida en que nos provee de distintas perspectivas, pero no para alejarnos, sino para encontrarnos.
La representatividad es necesaria en la medida en que nos provee de distintas perspectivas, pero no para alejarnos, sino para encontrarnos. Para enriquecer un proyecto común de sociedad. Así entendida, la representatividad se convierte en una fuerza centrípeta y no centrífuga, una fuerza que suma voluntades y no que las fragmenta.
Más allá del argumento moral a favor de la inclusión, existen también beneficios económicos y de eficiencia. Las empresas con mujeres en sus juntas directivas son más exitosas (2). Los equipos de trabajo donde impera la diversidad solucionan problemas con mayor eficiencia y profundidad (3). Se estima que, si se cerrara la brecha de género y las mujeres pudieran participar equitativamente en la economía, se añadirían 28 billones de dólares (4) a la economía mundial al año 2025, un monto equivalente a la suma del PIB de Estados Unidos y China.
Las sociedades del futuro, aquellas que aspiran a ser “prósperas, inclusivas y sostenibles”, como reza el lema de la XXVI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, solo pueden ser posibles si cuentan con la plena participación de las mujeres.
Las barreras que aún frenan a las mujeres
No podemos bajar la guardia. Quedan todavía muchas asignaturas pendientes. Debemos enfocarnos en el ámbito local, donde la representación de mujeres apenas supera el 13%. Necesitamos seguir avanzando hacia la paridad en los gabinetes y los congresos en toda la región. Tenemos que aumentar la presencia de mujeres en puestos de liderazgo económico: en las juntas directivas, en posiciones ejecutivas, en cargos de CEO, así como en las jefaturas de las empresas públicas.
Las estructuras de nuestros partidos políticos, como demuestran numerosos estudios (5), a menudo juegan en contra de la participación de las mujeres. El acoso y la violencia continúan afectando a una proporción indignante de representantes políticas en la región. Por eso es justo que Iberoamérica sea pionera en abordar este fenómeno.
Persisten también los obstáculos a cualquier carrera para cualquier mujer: la falta de mecanismos de conciliación entre la vida privada y el trabajo, la ausencia de corresponsabilidad en los cuidados y las labores domésticas, los estereotipos y las pautas culturales que socavan la percepción (y la autopercepción) del liderazgo de las mujeres, y un largo etcétera.
Afortunadamente, tantas décadas de lucha no han pasado en vano: hay una generación de mujeres que han venido forjando sus carreras y preparándose para asumir mayores liderazgos. Pronto estarán en las papeletas presidenciales, en los despachos ministeriales, en las salas de juntas.
Aunque por primera vez en doce años ninguna mujer estará entre los 22 mandatarios en la próxima Cumbre Iberoamericana, esta ausencia no debe disuadirnos. Por el contrario, es hora de acelerar la marcha. Iberoamérica es mejor en tanto más inclusiva, en tanto más personas puedan sentarse a la mesa de decisión y más voces puedan incidir sobre su propio destino. Debemos redoblar esfuerzos para que los techos de cristal se rompan para todas y para siempre.
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