Columna originalmente escrita para el periódico Le Monde Diplomatique, 01/10/2018
Hay una crisis profunda que nos atañe a todos: el auge del populismo, el nacionalismo y el proteccionismo; la volatilidad y la incertidumbre; el aumento de las desigualdades; el surgimiento de un mundo alternativo hecho de posverdades; la polarización de nuestras sociedades, y lo que se ha llamado el ocaso de los valores de la Ilustración y el liberalismo. Problemas interconectados que han dado por resultado una crisis de confianza. De confianza hacia nosotros mismos, entre nosotros y hacia nuestras instituciones.
Este es un problema que Iberoamérica no enfrenta sola. El último ciclo electoral en Norteamérica y Europa muestra cuánto se ha propagado el escepticismo hacia los partidos políticos tradicionales, las instituciones internacionales y las formas convencionales de gestionar las sociedades. Pero en lo que sí nos distinguimos los iberoamericanos del resto del mundo es que esta crisis no es reciente en nuestra región. Llevamos mucho tiempo enfrentándola.
En Latinoamérica, por ejemplo, tres de cada cuatro ciudadanos tienen “poca a nula confianza” (1) en sus gobiernos y ocho de cada diez estiman que su liderazgo político “es corrupto” (2). El problema es de raíz: la confianza interpersonal, aquella que mide cuánto creemos en quienes no son de nuestra familia inmediata, se sitúa en un 14%.
Sin embargo, estoy convencida de que estos números tan duros nos brindan una poderosa oportunidad de dar un giro profundo y duradero. Nuestros altos índices de insatisfacción son precisamente –y lo digo sin miedo a contradecirme– la muestra más importante de la encrucijada histórica en la que estamos, una encrucijada donde coger el camino correcto es más imperativo que nunca.
Mucho más que un problema de percepción
Para entender el problema de la desconfianza hacia las instituciones, primero hay que rebatir la noción de que esta es una crisis de “percepciones”, de que las instituciones no necesitan actualizarse y de que es la sociedad la que está siendo demasiado exigente. Esto sería echarle la culpa a nuestra ciudadanía. Es decir, lavarnos las manos y cerrar la puerta hacia un proceso de reformas que es impostergable.
Es cierto que numerosos estudios (3) han demostrado que sí existe un vínculo entre el auge de la clase media y el incremento de las tasas de desconfianza hacia las instituciones en Iberoamérica. Pareciera paradójico: mientras más aumentan nuestras tasas de acceso a las instituciones, más aumenta la insatisfacción de nuestra ciudadanía ante ellas.
Ahora bien, ¿por qué ocurre esto? ¿Es porque la ciudadanía, a medida que prospera, se vuelve “innecesariamente” más exigente? ¿O más bien porque nuestras sociedades están viendo algo que antes no veían? Debido a su crecimiento lento pero constante en las últimas décadas, Iberoamérica es ahora mucho más consciente de su potencial y de las herramientas que tiene a su disposición para mejorar las sociedades. Antes nuestra ciudadanía demandaba acceso a sus instituciones. Ahora nos demandan calidad, lo que se traduce en menos tolerancia hacia la corrupción y las ineficiencias gubernamentales.
Por supuesto que no celebro la insatisfacción de nuestros ciudadanos hacia sus instituciones. Lo que sí celebro es su renovada exigencia. La masa crítica que está formando. Por primera vez en nuestra historia tenemos más ciudadanos en la clase media que en la pobreza (4). Se están convirtiendo en una poderosa fuerza civil, una fuerza que podría impulsarnos a la reforma y el progreso de nuestras instituciones.
El dinamismo de las sociedades
En las investigaciones sobre desarrollo económico se está llegando a un consenso importante: no hay crecimiento sin instituciones. Libros recientes como A Culture of Growth: The Origins of the Modern Economy (5), de Joel Mokyr, o Why Nations Fail: The Origins of Power, Poverty and Prosperity (6), de Daron Acemoglu y James A. Robinson, se basan en una premisa que nosotros, los iberoamericanos, compartíamos desde hacía tiempo: “Los problemas de la economía no son solo económicos, sino políticos”. La pregunta que hacen este tipo de trabajos es importantísima: “¿Qué hay que hacer para crear y mejorar las instituciones de los países?”.
Lo primero es reconocer lo evidente: las instituciones son personas, reflejos de la sociedad. Si la sociedad es cerrada y solo pequeños grupos tiene acceso a determinados derechos y privilegios, entonces sus instituciones también serán cerradas. O laberínticas, ajenas y alejadas de la ciudadanía, en funcionamiento para unos pocos y no para todos. Pero si la sociedad es abierta y una diversidad de individuos conviven con los mismos derechos y buscan objetivos comunes a pesar de sus diferencias, en espacios plenos e inclusivos, entonces sus instituciones serán abiertas también. Abiertas en el sentido más obvio de la palabra: instituciones en las que cualquiera puede participar sin importar su género, procedencia social o capacidad económica.
Este tipo de instituciones se benefician de un impulso que no es otra cosa que una verdadera fuerza de la naturaleza: el dinamismo ciudadano. Por ejemplo: si una programadora de software encuentra una manera más eficiente de llevar a cabo una tarea en un organismo estatal, sabrá dónde ir para ofrecerla. Si una joven artista tiene una idea para promover un proyecto cultural en su barrio, sabrá que hay una puerta de la alcaldía dónde presentarlo. Si un médico retirado decide seguir trabajando por su país y entrar en un ministerio, lo hará sabiendo que el único obstáculo en su camino son las ganas o no de participar. Si cito estos casos no es porque desee que sucedan. Los menciono porque estas personas existen. Conozco y he trabajado con muchas de ellas.
Tener instituciones abiertas es estar abiertos a la participación, la diversidad de ideas, la innovación y la capacidad de adaptarnos. Es estar abiertos a la transparencia, la rendición de cuentas, la representatividad de puntos de vista distintos y complementarios. A las ganas y experiencia de muchos ciudadanos y ciudadanas dispuestos a trabajar por su país. No es menos que abrirle la puerta al increíble potencial que tenemos dentro cada uno de nosotros para usarlo en provecho de la sociedad, el Estado y el gobierno. Todos ganan con ello: es el motor de un desarrollo más próspero, inclusivo y sostenible.
Instituciones como talleres de acción ciudadana
Sin embargo, para lograr la regeneración institucional hay que dar un paso sociocultural muy importante: desbaratar la dicotomía instituciones-ciudadanía y asumir con convencimiento que ambas suceden en un espacio común.
Acercarlas implica un doble reto. Por un lado, hacer que las instituciones pasen de ser laberintos a ser talleres abiertos a la participación, las ideas, la innovación ciudadana. Por el otro, comprender que la ciudadanía no es y no debe ser receptora pasiva de acciones institucionales, sino convertirse en agente proactiva de sus propias soluciones. Debemos pasar de una sociedad defensiva que rechaza la política a una propositiva que busca dar respuesta a sus problemas a través de unas instituciones en las que de nuevo confía. Instituciones que han sido y serán siempre el lugar correcto para hacer frente a los retos de la sociedad.
Es fundamental canalizar la presente desconfianza hacia acciones positivas. No hacerlo es arriesgarse a que mute en un nihilismo antipolítico que perjudicaría a nuestros países en su conjunto. La tarea es de todos: de ciudadanos que toquen puertas e instituciones que las abran.
En la Secretaría General Iberoamericana (7) creemos que las instituciones se reforman desde dentro, con más participación ciudadana. Por eso, en 2014 nos abocamos a un proyecto de Innovación Ciudadana, el primero en el que un organismo internacional trabaja de forma plenamente colaborativa junto a la sociedad.
Esta idea ha tenido dos logros concretos en particular. Uno es la plataforma Civics (8), un mapa interactivo de iniciativas de innovación ciudadana en toda Iberoamérica, que ya suma más de 5.000 proyectos en 32 ciudades. Otro logro son los Laboratorios de Innovación Ciudadana que realizamos año tras año en distintas poblaciones, municipios y ciudades de nuestra región para fomentar la participación social y las nuevas tecnologías.
Nuestros laboratorios (9) demuestran lo que se puede lograr en la sociedad cuando abrimos nuestras instituciones. Un ejemplo es el que tuvo lugar en febrero de este año en Nariño, Colombia (10), un departamento muy afectado por el conflicto entre el gobierno y la guerrilla. Durante dos semanas reunimos allí a ciudadanos de toda Iberoamérica que, previo concurso, llegaron con proyectos creativos y multidisciplinares para promover la paz. Y en colaboración con los gobiernos municipales y regionales de Nariño (es decir, con sus instituciones), lograron encontrar soluciones comunes realmente innovadoras y beneficiosas para la población.
Construyeron atrapanieblas (11) para recolectar agua potable. Biodigestores (12)para convertir residuos en energía renovable. Un prototipo de impresora 3D (13) para fabricar prótesis de bajo costo destinadas a los cientos de víctimas de las minas antipersonales. Y muchas cosas más. En estos proyectos trabajaron hombres y mujeres; gente de la ciudad y del campo; miembros de comunidades indígenas; latinoamericanos e ibéricos. Cada uno aportó una perspectiva valiosa y complementaria al objetivo que teníamos en común: ayudar al departamento de Nariño.
Un vuelco optimista
Así son las instituciones abiertas: diversas, inclusivas, innovadoras y participativas. Son reflejo de las sociedades abiertas que representan.
El próximo Laboratorio de Innovación ciudadana lo inauguraremos el 9 de octubre en la ciudad de Rosario, Argentina, y estará dedicado a la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible que forman parte de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas. Es el mismo tema central que tendrá la XXVI Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno que celebraremos en Antigua, Guatemala, este 15 y 16 de noviembre.
La Iberoamérica próspera, inclusiva y sostenible que tanto buscamos sólo será posible si trabajamos en esos espacios en los que las instituciones y los ciudadanos se encuentran para hallar soluciones innovadoras a sus problemas concretos. Promover estos puntos de encuentro es el paso más firme que podemos dar para impulsar el desarrollo de Iberoamérica y hacer de la presente desconfianza en las instituciones el mayor aliciente para construir un mejor futuro. Es darle a la insatisfacción el vuelco optimista que secretamente busca y, en el camino, hacer mejores países y mejores ciudadanos.
See related topics