Columna originalmente escrita para el periódico La Nación de Costa Rica, 19/11/2020
El mundo enfrenta actualmente una crisis multidimensional de proporciones históricas: la peor, tal vez, en 100 años. Yo, sin duda alguna, lo confirmo: en todos mis años de economista, de política, de internacionalista, no había visto hechos y números como los que vemos ahora.
En esta crisis global por excelencia, no hay país que se salve. Según las últimas previsiones del Fondo Monetario Internacional, la economía mundial se contraerá hasta un 4,4% en 2020. Salvo China, ninguna gran economía del mundo crecerá este año.
Sin embargo, me gustaría llamar la atención sobre el impacto diferenciado y a menudo desproporcionado que el COVID-19 ha tenido en las mujeres, especialmente en América Latina, uno de los epicentros de la infección donde se esperan caídas superiores al 8% del Producto Interior Bruto.
Esta pandemia tiene una particularidad: así como el virus afecta más a personas con precondiciones médicas, su impacto es mayor en aquellos países que antes de la crisis tenían más déficits estructurales. Me refiero a altos niveles de pobreza y desigualdad, a la informalidad, a la calidad de los servicios públicos, a la falta de protección social, a la baja digitalización del aparato productivo y la brecha digital.
En efecto: la crisis interactúa con las brechas preexistentes y las amplía, de modo que la desigualdad de género, que es transversal a toda la estructura socioeconómica, se ha visto profundizada y agravada en América Latina.
Antes de la pandemia, las latinoamericanas participaban un 25% menos en el mercado laboral, ganaban un 17% menos que sus pares masculinos, tenían una mayor tasa de informalidad, la mitad no estaba afiliada a la seguridad social y al regresar a casa hacían, en promedio, el triple de horas de trabajos domésticos y de cuidado no remunerados que los hombres.
Debido de estas condiciones preexistentes, se estima que este año la región terminará con 118 millones mujeres en situación de pobreza, un 22% más que en 2019.
Precarización
Esto se explica, en parte, por la precarización del empleo femenino, pero también por las mayores dificultades de conciliar trabajo y familia debido a la inexistencia, cierre o interrupción de los servicios públicos y privados de cuidado. Antes de la crisis, el 53,5% de las mujeres estaban empleadas en los sectores más afectados por la pandemia, el 48,7% recibían un ingreso laboral menor al salario mínimo y menos del 45% de las trabajadoras domésticas tenían protección social.
Por otra parte, en América Latina el 57% del personal de salud es femenino y por lo tanto con alta exposición al contagio, al estar en la primera línea de respuesta a la pandemia. Sin embargo, ganan menos que los hombres y están infrarrepresentadas en los cargos de decisión del sector: menos de un cuarto de los ministerios de salud en las Américas están liderados por mujeres.
Por otra parte, las micro y pequeñas empresas que son propiedad de mujeres, que ya en circunstancias normales enfrentaban muchos retos a la hora de encontrar opciones de financiamiento, se han visto particularmente afectadas por la crisis del COVID-19. Según el Banco Mundial, en América Latina éstas tienen un 11% más de probabilidades de cerrar que aquellas con propietarios hombres.
Oportunidad de cambio
En combinación, todos estos factores estructurales implican un importante riesgo de retroceder en los cruciales –pero aún insuficientes– avances en materia de igualdad de género y empoderamiento económico de las mujeres que hemos logrado hasta la fecha.
Antes de la pandemia, el Foro Económico Mundial estimaba que tardaríamos un siglo en lograr la igualdad entre hombres y mujeres. Es desconsolador pensar que los impactos de la pandemia revisarían esta proyección al alza, cuando lo que debemos hacer es trabajar incansablemente para seguir reduciéndola.
A 25 años de la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing, el plan más ambicioso que haya existido para promover los derechos de la mujer, hago un llamado para que esta sea una oportunidad de impulsar cambios transformadores que nos permitan superar las brechas de género.
Pongamos en valor todo lo que este año las mujeres han demostrado al frente de la salud, los cuidados, las empresas, las escuelas y las familias, y no permitamos que las políticas públicas sean diseñadas sin considerar los impactos diferenciados sobre las mujeres; para ello, éstas deben tener una voz y una participación activa y decisiva en la recuperación socioeconómica post pandemia.
En esta labor encontrarán a la Secretaría General Iberoamericana como una aliada. Ya sea en nuestra iniciativa para promover la eliminación de leyes que discriminan por género. Ya sea en la coalición que impulsamos en Iberoamérica para el empoderamiento económico de las mujeres. Ya sea en la próxima Cumbre Iberoamericana que celebraremos en abril de 2021 en Andorra, donde sin duda este tema tendrá gran relevancia.
Una “nueva normalidad” que es más desigual no merece llamarse “recuperación”.
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